La corrupción vuelve a ocupar un lugar central en la agenda pública argentina. Lejos de ser un fenómeno nuevo, se trata de una práctica sostenida durante décadas que atraviesa gobiernos, instituciones y colores políticos, y que termina afectando siempre a los mismos: quienes trabajan, cumplen las normas y buscan vivir dignamente en un contexto de crisis y desigualdad.
12/12/2025
NuevaHoraMagazine
La corrupción volvió a instalarse con fuerza en el centro de la agenda pública argentina. Y no como una novedad, sino como un problema persistente, estructural y repetido a lo largo del tiempo, que atraviesa gobiernos, partidos políticos e instituciones.
No se trata de un fenómeno reciente ni exclusivo de una gestión. Desde hace décadas, distintos escándalos muestran cómo sectores del poder utilizan cargos públicos no para servir a la sociedad, sino para beneficio propio, generando un daño profundo que va mucho más allá de lo económico.
La corrupción no solo implica desvío de fondos o abuso de autoridad. Es una forma de violencia social silenciosa: quita recursos a áreas esenciales como salud, educación y trabajo; erosiona la confianza en las instituciones; y castiga, casi siempre, a quienes cumplen las reglas y buscan vivir dignamente.
Durante años, la sociedad argentina convivió con la corrupción como si fuera parte inevitable del sistema. Se la relativizó, se la justificó con discursos ideológicos y, en algunos casos, se la naturalizó bajo la idea de que “es así” o de que “todos hacen lo mismo”. Esa tolerancia social permitió que el problema se repitiera y se profundizara.
Hoy, el malestar es más evidente. Mientras una parte de la población se esfuerza por llegar a fin de mes en un contexto de salarios deteriorados e inflación persistente, los casos de corrupción reavivan una sensación de injusticia estructural y de impunidad. Esa distancia entre el discurso del poder y la realidad cotidiana alimenta el descreimiento y la desconfianza colectiva.
Cuando la corrupción se vuelve recurrente, el daño es doble: no solo afecta los recursos del Estado, sino que rompe el vínculo entre la ciudadanía y las instituciones. Y una sociedad que deja de creer es una sociedad debilitada.
Hablar de corrupción no debería ser un acto de revancha ni una herramienta política circunstancial. Es una necesidad ética y social. Sin reglas claras, sin controles efectivos y sin consecuencias reales, no hay posibilidad de desarrollo ni de futuro sostenible.
La discusión sigue abierta. Y la pregunta también.
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La corrupción vuelve a ocupar un lugar central en la agenda pública argentina. Lejos de ser un fenómeno nuevo, se trata de una práctica sostenida durante décadas que atraviesa gobiernos, instituciones y colores políticos, y que termina afectando siempre a los mismos: quienes trabajan, cumplen las normas y buscan vivir dignamente en un contexto de crisis y desigualdad.
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